Por paulo ferreyra
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“Las víboras andaban entre hortensias
luciendo sus silbos de esmeralda.
Amainaban su corona de búhos los cipreses
para que el cielo atara sus perros de extramundo
a los firmes consuelos del tejado.
Un miedo giratorio me llevaba de la mano
al pentecostal taburete del piano.
Y en la implume candiles del ángelus,
fraseaba como un socorro
sordas noticias de un tango".
(Miguel Ángel Federik. Imaginario Santa Ana. 38).
Miguel Ángel Federik nació y vive en Villaguay, hasta donde hurgamos encontramos que ha publicado “Una liturgia para Némesis”, “La estatura de la sed”, “Fuegos de bien amar”, “De cuerpo Impar” y “imaginario Santa Ana”. Gracias a la tecnología podemos establecer esta entrevista que no es otro intento por conocer a la persona detrás de las letras, de la poesía, del cielo pintado en palabras.
- ¿En primer lugar qué lo llevó o qué lo empuja aún hoy a escribir poesía?
La poesía y los perros acompañan a la criatura humana desde hace miles de años. La poesía no cambia el mundo, pero desde entonces hasta ahora, un mundo sin poesía ha demostrado ser invivible. A esta altura, ya no me entiendo a mí mismo sin ella. Escribo por necesidad, por hambre, diría, y para calmar cierta dimensión estética del mundo. Sino me equivoco las palabras almas de los guaraníes comprimían todo eso: un diálogo de los vivos con sus ancestros sagrados y una palabra nueva, que atravesaba todo eso que la muerte separa.
- Las palabras se hacen música en su poesía, las palabras se hacen oleos en su poesía, cómo es amasar las palabras para la poesía.
Bueno, eso es algo más complejo. Al responderle este idioma es un vehículo de comunicación; en poesía, ese mismo lenguaje se transforma en materia. El poema es un artefacto de palabras. En comunicación basta la línea prosódica de izquierda a derecha, la poesía en cambio utiliza otros recursos ínsitos en la producción del castellano como los sistemas acentuales, las secuencias vocálicas o de consonantes, sus homofonías o disonancias, sus tiempos de aparición o supresión, etc. Es decir el ritmo; el ritmo es consustancial a la palabra poética y sobretodo ese ritmo que permite dar la mayor cantidad de sentidos en la menor cantidad de vocablos y en una velocidad parecida a la eufonía y cada poeta hace en su lengua eso, pero a su manera.
La poesía no es música, ni es un tapiz, pero nadie repite un verso feliz, si no lo hace de modo fidedigno. Cada lengua, o en cada uso particular de ellas, hay sistemas de resonancias y de ecos inexistentes en otras. En poesía, el lenguaje es materia, no vehículo, y el ritmo es contributivo al sentido, cualquiera sea ese ritmo y cualquiera sea ese idioma.
Tomando su metáfora de ‘amasar’ le diría, que nadie amasa bien sin conocer las propiedades de sus harinas, sus aguas, los tiempos leudantes y las temperaturas. Al fin y al cabo, como decía Mastronardi el poema es un hermoso animal despierto, basta sustituir un adjetivo por otro, un tiempo verbal por otro, para que el texto exija otras adecuaciones. La lengua poética tiende a reproducirse a sí misma, o a clonarse donde fue feliz. Controlar esas fuerzas centrípetas, entonces, exige al menos conocer cómo operan y se comportan esos modos, ya que después de todo, seremos felizmente derrotados por ella.
Un buen carpintero hace que una ventana abra o cierre bien durante décadas y eso es de conocimiento su materia. El Dante dedica un capítulo de su “Divina…” a Arnaut Daniel diciendo: Al miglior fabro del parlare materno… pues la lengua “culta” era el provenzal, y no el piamontés. Eliot dedica “The waste land” a Ezra Pound, sintetizando: Al miglior fabro y en italiano fabbro, quiere decir herrero, forjador, esas son mis casualidades. O mis aprendizajes y respetos.
-Entre Ríos es una provincia rodeada de ríos, donde el chamame la patotea de un lado y por el otro la milonga, en el medio aparece la chamarrita. La identidad de la tierra cuánto pesa en su poesía.
Entre Ríos, históricamente, y junto a muchos correntinos de lanzas y de libros, fundó una República y luego una Confederación sin Buenos Aires, y luego de la derrota de López Jordán, pasó a ser una isla política, además de una isla continental, donde el castellano tuvo un desarrollo particular. Juan José Manauta lo describe muy bien al referirse a una cierta insularidad autosuficiente.
Entonces, más que identidad de la tierra, diría unas identidades de lengua; y en eso sí pesan mis tradiciones en diálogo. Nadie podría confundir a Juan L. Ortiz, con un poeta chileno, como nadie confundiría a Francisco Madariaga con uno mexicano y viceversa. Nadie hallará en Octavio Paz a un poeta salteño o pensará a Darío como un poeta patagónico. Todo eso porque la propia lengua que hemos recibido ya venía “tintada” a su manera por las precolombinas preexistentes y todos y cada cual la recibe, conforme ya venía. Creo en esa palabra situada, en esa virtud de todas las diferencias volando en altos.
Derek Walcott hablando de la poesía de Joseph Brodsky, dice que aun escribiendo en inglés, bajo esa lengua rumoreaban los tractores rusos y que la provincianía era la verdad natural de toda poesía. Ya no hay identidades de la tierra, puesto que todo el mundo es lenguaje y si decimos “tierra” hablamos a su vez de procesos culturales más hondos. No hay ‘terra’, sino ‘tellus’ las provincias argentinas son circunscripciones políticas, lo cultural reside en las regiones. El castellano carece de un eje de rotación magistral, la lengua alumbra por aquí o allá, y cuando ella quiere.
La pretensión de un centro lleva en sí misma la maldición de una palabra neutra y en este sentido la última experiencia que recuerdo es la de los neoclásicos españoles del franquismo, ellos, como otras imposiciones “nacionales” buscaron una lengua poética, desprovista de todos sus “tufillos” locales. A mí me gusta que a mi palabra se le vean -de tanto en tanto- las enaguas de sus pertenencias. Eduoard Glissant, enseña que ya no escribimos con, ni dentro una lengua, sino frente a todas las lenguas del mundo. De algún modo, las maravillas de las hablas se nos han vuelto una exigencia y ahí está la obra de Francisco Madariaga, Osvaldo Guevara, o Edgar Morisoli, o Leónidas Escudero, haciéndose cargo más que de una tierra, de los secretos sabores y esplendores de un idioma, ya segundo o tercero en extensiones.
- En Villaguay usted está dirigiendo la Colección “los nuestros”, este año editan un libro de Juan L. Ortiz. ¿Qué ha significado o qué significa para usted Ortiz?
Juanele antes que nada fue para mí un maestro de la lengua. Nadie como él ha realizado semejante viaje dentro de la castellana. Si no hubiesen pesado sobre él dos condiciones terribles: ser entrerriano y comunista, otro hubiese sido el cantar mientras vivía. En los años setenta lo visitaba en Paraná, siendo naranjo estudiante en Santa Fe. Creo que él me quería, porque yo era de Villaguay, es decir, natural del país real de su infancia. Como todo maestro me enseñó -invisiblemente- ciertos caminos. De los maestros no se declina, ni se desciende, ni se los imita; de los maestros se aprehende a ser uno mismo. Y sin mitificar para nada, pero poniendo las cosas en su sitio, Juanele era tan angélico como lo fuera Arnaldo Calveyra, mucho después. Ambos me rescataron de la mala educación de leer a los poetas como héroes, como prodigios y a hacerles el homenaje de leerlos en su idioma. Ambos eran angélicos, tuitivos, amparantes. El Madariaga, en cambio, era un mago recuperando los intersticios sonoros, blancos o demoníacos de sus esterales profundos de un país garza real. En el imperio musical jesuítico-guaraní no existía la palabra Rey, cada uno es dueño de vivir en el pan que lo justifica. La poesía no vino a pedirlo, sino a darlo. Francisco de Goya afirmaba que el tiempo también pinta y trasladándolo diría: el tiempo también escribe y edita.
Juanele publicó sus libros, casi en cuadernillos abrochados, con tapas ilustradas por él mismo, se sabe poco del Juanele dibujante. El libro que usted dice ya está disponible y allí se incluye una iconografía completa de otros plásticos sobre él y viceversa, Juanele hablando de otros plásticos.
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